Hoy, 27 de marzo, recordamos a San Juan de Egipto, conocido también como Juan el Anacoreta o Juan el Eremita.
Este santo vivió en el siglo IV, la mayor parte del tiempo, en el desierto de Nitria. Este lugar, ubicado en una colina a pocos kilómetros al sur de Alejandría, es reconocido como uno de los primeros centros monásticos cristianos de Egipto, abundante en frutos de santidad.
Dios le concedió a Juan el don de profecía, del consejo y el poder de curar enfermedades. Gozó de gran fama en vida y, por eso, fue consultado por emperadores -se dice que profetizó una victoria a Teodosio el Grande-, figuras políticas y religiosas; incluso acudieron a él algunos de los Padres de la Iglesia como San Jerónimo y San Agustín. Este último escribió sobre él y constituye una de las fuentes más seguras para conocerlo.
San Juan el Eremita nació alrededor del año 305 en Tebaida, Licópolis -razón por la que se le llama también ‘Juan de Licópolis’-. Allí aprendió el oficio de carpintero, al que se dedicó durante su juventud. Con solo 25 años decidió renunciar a toda vida mundana para dedicarse a la oración y meditación, lejos de las tentaciones de la ciudad. Se puso entonces bajo la guía de un anciano anacoreta del desierto de Nitria quien, a lo largo de diez años, lo ejercitó en la obediencia y la renuncia de sí mismo.
El carácter ejemplar de este santo es por su paciencia y actitud de obediencia -dos virtudes que hoy apreciamos muy poco y no entendemos correctamente-. Cualquiera que fuera la tarea que se le imponía, San Juan de Egipto respondía con constancia y firmeza. Al morir su maestro, Juan se retiró a la cumbre de una escarpada colina, donde construyó su celda. Allí permaneció hasta el final de sus días, viviendo casi en total aislamiento. Solo recibía a algunas personas para darles consejo o asistencia espiritual.
San Juan de Egipto falleció a los 90 años. Cuando hallaron su cuerpo, este estaba rígido, en posición de oración. Hoy se le considera como el ‘Padre de todos los ascetas’.
Vía: ACI Prensa